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Discriminación socio política de los ancianos

El progreso tecnológico y material de la sociedad no ha ido de igual paso con el progreso moral.  De esto es un ejemplo la condición de los ancianos, que la vida cotidiana de los países industrialmente más desarrollados aspira a colocar a los márgenes.

A parte poco privilegiados, por renta cultura y salud, que ocupan un papel preeminente en la escalera social, a veces hasta excesivo (hace falta también guardarse de los peligros de las gerontocracias), la mayor parte de los ancianos vive un penosa condición de invisibilidad, de falta de poder, de marginación. Al estado actual, la sociedad no es ciertamente pro-longeva, y eso también remite a la crisis de los grandes valores de referencia, a la poca gana de tener memoria, de empeñarse sobre el futuro y, también, a la desatención a la transcendencia, es decir a la transmisión del sentido de la vida y de los valores absolutos.

La dictadura del presente, del contingente, que connota nuestra sociedad limita los espacios de expresión de la función social de los ancianos, reduce drásticamente las oportunidades por ellos de ser socialmente protagonistas, porque todo corre en superficie, sin profundidad alguna, sin enraizamiento en el pasado, y, por lo tanto, sin mucho interés por quién tiene memoria y podría ofrecerla a la construcción de un futuro más sólido.

Politizados, enfadados con los políticos, intentados por la gana de hacer de sus propias obras:  son los tres aspectos que connotan la relación con la política de los más de 14,5 millones de italianos que tienen al menos 60 años. Una fuerza de choque imponente potencialmente decisiva, que está construyendo progresivamente una identidad social propia, a partir de necesidades y expectativas específicas, que al estado actual es intensamente insatisfecha de las respuestas político-institucionales a los desafíos del alargamiento de la vida.

Protagonistas de un tiempo señalados por guerra mundial, guerra fría, reconstrucción y  movimiento de protesta del “sesenta y ocho”, y con ADN marcado por la intensidad de los choques político-ideológicos del 'siglo breve', los ancianos ahora viven con creciente intolerancia la marginalidad a que las elecciones de la política los ha relegados, en cuánto han participado directamente en el inicio de la vida democrática y, sobre todo, han sido los protagonistas del renacimiento productivo del país.

Es sobre este humus de pasión e insatisfacción que presumiblemente, en ausencia de cambios sustanciales en los comportamientos de los partidos, puede crecer la fiebre de neocorporativismo decidido a explotar el peso de los números que, en democracia, es en todo caso importante. En efecto la actual percepción es la que la política se fija en la tercera edad como a un peso, por sus efectos sobre los costes del bienestar y por la incidencia sobre el gasto público.

Sin embargo, este aspecto también es importante en relación a la tentación neocorporativa de que se ha dicho y a la difusa y enraizada percepción de residualidad o a penalización que atribuyen a la política con respecto a ellos.

No es aquel de los ancianos una solicitud de una 'ventada reaccionaria', pero es una pregunta de seguridad enriquecida por la gana de mayor solidaridad, de ampliación e implicación en la vida de las comunidades, no hay indicio de antimodernidad, mejor la gana de una nueva sociabilidad como antídoto al exceso de inseguridad.

Hace falta recordar, por último, cuánto escrito en los Principios de la ONU a este respeto:

Las Personas ancianas deben:  Ser integradas en la sociedad y en condición de desarrollar actividad de voluntariado. Ser capaz de vivir con dignidad y seguridad, lejos de situaciones de abuso físico o mental.  Ser tratadas de modo imparcial, independientemente de su edad, de su género, de su procedencia racial o étnica, de su condición de inhabilidad o de otras condiciones, y ser valoradas independientemente por su condición económica.

Franco Salza