La Unión Europea está atravesando la mayor crisis que ha conocido desde su creación. Si estudiamos la historia de la integración europea, la táctica de aprender del pasado no serviría esta vez por el simple hecho de que el presente que vivimos ahora es totalmente diferente al del pasado y, por lo tanto, sería más útil incrementar la cooperación en Europa. Por otra parte, durante todo el proceso de integración europea también hubo diferentes crisis, ya fueran externas o provenientes de la misma UE. A esto, hay que añadir el hecho de que la actual crisis de la deuda esconde las profundas debilidades estructurales de la creación de la moneda única, la completa resolución de la cual implicaría una transferencia efectiva de soberanía del nivel nacional al europeo que difícilmente podrían aceptar algunos países europeos. La crisis que atraviesa hoy la Unión Europea y, en concreto, la Eurozona, se define normalmente como “crisis de la deuda”. De hecho, desde que estalló la crisis económica en 2008, la deuda pública de muchos países miembros de la UE se han visto afectados, ya sea porque se ha ayudado mucho a los bancos o porque se ha intentado contener el impacto social de la crisis y recuperar las condiciones necesarias para retomar el camino del crecimiento. Por tanto, no es sorprendente que frente a las cuentas públicas, cada vez más deterioradas a causa de la crisis, el diferencial de los valores de cada país respecto a Alemania haya registrado crecimientos inéditos. Por otra parte, ha sido inevitable adoptar estrictas políticas de austeridad para reducir el déficit y la deuda pública, recuperar así la confianza en los mercados y obtener una ligera reducción del diferencial. El temido círculo vicioso “austeridad-recesión-austeridad” parece haberse activado en algunos países “periféricos” de la Eurozona y el repaso a la reducción de las previsiones de crecimiento de muchos países de la Eurozona ha dejado claro que las medidas que ha puesto en marcha hasta ahora la Unión Europea están aún muy lejos de poner fin a la crisis. La Eurozona se caracteriza desde su creación por un “pecado original”, es decir, la presunción de que a través de la introducción de una moneda única se habría podido crear un área económicamente homogénea. En realidad, muchos economistas ya habían advertido sobre esto, insistiendo en que la Unión Europea no representaba una zona monetaria óptima y que, por tanto, la introducción sic et simpliciter de una moneda única implicaba grandes riesgos. Si lo analizamos con detenimiento, en los primeros 10 años de existencia del euro ha habido movimientos de capitales pero, por desgracia, estos movimientos no han supuesto un acercamiento de las economías periféricas a las economías más sólidas porque no han dado lugar a inversiones productivas capaces de aumentar el potencial de crecimiento de los países interesados, sino que, más bien, han implicado un aumento de los gastos corrientes, lo cual ha aumentado de forma artificial el nivel de bienestar de los ciudadanos. No obstante, estos resultados en términos de convergencia económica a nivel de la Eurozona han escondido importantes tendencias divergentes en el seno de la propia Eurozona, entre los países que la constituyen. La divergencia económica en el seno de la Eurozona expresada en el componente más importante (es decir, la capacidad de cada país de competir y por lo tanto de crecer) ha aumentado notablemente en la primera década de vida del euro. Por tanto, esto representa el verdadero “pecado original” del euro, es decir, creer que se habría logrado la convergencia económica. Así pues, la creciente divergencia económica constituye la verdadera enfermedad de la Eurozona, mientras que la crisis de la deuda representa simplemente un síntoma de esta. Y este es el riesgo que se asume con la aplicación relativamente rígida del equilibrio que se contempla en el “pacto fiscal europeo”. Este último tiene como principal objetivo curar el síntoma (la crisis de la deuda) pero no consigue erradicar la verdadera enfermedad, es decir, la divergencia económica y las diferentes posibilidades de crecimiento. En otras palabras, la Europa de dos velocidades ya existe. Los países que forman parte de la Eurozona tienen exigencias (relacionadas con el pleno funcionamiento de la moneda única) mucho más estrictas que las de los otros países de la UE. El concepto de una mejor Unión Europea implica, de hecho, que esta sea más legítima, más democrática, más cercana a sus ciudadanos y con mejores instrumentos a su disposición. Con respecto a esto, hay que recordar que, a menudo, los parlamentarios nacionales lamentan sentirse políticamente fuera de las decisiones gubernativas en lo que respecta a la lucha contra la crisis y ven cada vez más amenazadas sus competencias en el ámbito fiscal. Además, cada vez es más importante establecer qué medidas pretende adoptar la UE respecto al bienestar, a la protección social, a la libertad y a la seguridad interna y externa. Existen muchos motivos para reforzar la coordinación macroeconómica en la Eurozona o la supervisión financiera y la regulación del mercado financiero común. En relación con los problemas tratados anteriormente, ¿dónde entra en juego el papel de los jubilados en el futuro de Europa? Para empezar, es necesario analizar la situación:
Hecha esta premisa, queda todavía un gran interrogante sobre las posibilidades reales de se les reconozca un papel activo a los jubilados, y a los ancianos en general, en la vida social y política de la comunidad europea. Esta parte del problema no se suele tratar, como si la vida y la existencia de millones de personas que han contribuido al desarrollo de la sociedad no tuvieran ya ninguna influencia en su propio futuro. Se habla genéricamente de asistencia, siempre necesaria, pero, en cambio, no se contempla como necesaria su contribución activa. Raramente se contrasta esto con la presencia activa, y lamentablemente no siempre positiva, de otras personas mayores estrictamente vinculadas a una carrera política. Las personas mayores apelan a la política: “No somos una carga, se necesita una ley de bases sobre el envejecimiento activo” Si se analizan las cifras actualizadas hace unos días, el conjunto de italianos realmente activos, en el sentido de que trabajan y producen, no es tan grande como se piensa. El colectivo que realmente impresiona a Europa y al mundo occidental está formado por jóvenes parados y por dichas personas mayores, que no son necesariamente ancianos sino simplemente jubilados que quizás conservan toda su energía. Se entiende que si se empieza a trabajar después de los 30 años y se termina a los 57 se hace difícil, si no imposible, mantener un sistema de aseguración social y de asistencia. Así pues, es normal y saludable prever formas de continuar trabajando incluso después de los 66 años en tareas apropiadas. Si un sistema socio político no regula leyes y normas, decisiones y comportamientos para que este sea su objetivo principal es mejor que pase el balón y deje que otro tome las riendas. Por ejemplo, a propósito de la población activa, ¿por qué no tomar en serio propuestas sobre la recontratación útil de los jubilados aún jóvenes? Serían por lo menos dos millones y medio los jubilados de entre 61 y 75 años que podríamos definir como activos y que podrían trabajar como técnicos municipales, colaboradores sociales o asistentes de muchos tipos. Pensemos en las bibliotecas o en las escuelas que podrían integrar el papel de convivencia y asistencia con nuevas figuras de voluntariado. Pensemos en el ámbito social y sanitario, en el ámbito de la tutela de los derechos y de la cohesión territorial, en la inclusión social y en el mundo de la recuperación. Aquí ni siquiera hay un problema de búsqueda del colectivo más necesitado, ya que todos están igual de necesitados. Y, como han demostrado algunas investigaciones, también se pueden poner en marcha procesos de tutela económica y productiva. La población de “jubilados jóvenes” no es un peso sino una riqueza verdadera de un país con la condición de que se abra la mente hacia terrenos inexplorados y se apliquen medidas que quizás puedan parecer insignificantes y, sin embargo, pueden cambiar trayectorias. Los mayores de 65 años representan el 21% de la población italiana y dentro de 20 años serán ya más del 30%. Números importantes leídos de la manera correcta. La población italiana envejece y la cuestión no ha sido aún tratada con la atención que merece de carácter político y social y también cultural como ha subrayado la subsecretaria Maria Cecilia Guerra: “No se puede improvisar cuando se está tratando el tema del envejecimiento de la población y de las políticas de bienestar. Los recursos, ya escasos, corren el riesgo de no ser aprovechados como deberían, del mismo modo que el mismo sistema de bienestar corre el riesgo de ser considerado residual; nuestro país debe dar por fin un paso adelante y prepararse para un cambio cultural radical”. Hoy asistimos a una contraposición muy fuerte entre generaciones, entre los jubilados asegurados y los jóvenes precarios. Es necesario superar esta banalidad construyendo un nuevo pacto fundado en oportunidades recíprocas, activando a los jóvenes y a las personas mayores en proyectos comunes. Una “economía social” de la que todos se beneficien, fundada en el trabajo de unos y el compromiso de otros.
Franco Salza