CAMBIAR EL CHIP
UNOS años atrás, era impensable la idea de unos profesionales jubilados agrupándose para aunar sus voces en reivindicación de derechos de cualquier índole: económicos, sociales, de representación… y, en cualquier caso, en defensa de la dignidad de las personas mayores.
Era impensable, pero no hay duda de que tal agrupación era necesaria. Y, como siempre, cuando una idea va madurando en el seno de la sociedad, van surgiendo focos inconexos, distantes, más o menos diferenciados en sus fines y en su configuración oficial. Y el germen crece y se extiende con la fuerza de lo auténtico. En esas estamos. Pero lo cierto es que cuesta mucho esfuerzo abrirse paso sólo con la fuerza de la razón, pues ocurre que incluso los sindicatos oficialmente constituidos ejercen sus funciones y capacidad de presión exclusivamente en defensa del trabajador en activo, siendo así que al jubilado tampoco se le permite crear su propio sindicato que podría ocuparse de los derechos, reclamaciones, aspiraciones, y en general de las reivindicaciones comunes a las personas mayores cualquiera que hubiera sido su actividad laboral o profesional.
Estos procesos o movimientos “de clase”, como es el feminista por poner un ejemplo, son en realidad verdaderas luchas que se prolongan largamente en el tiempo; el progreso siempre ha sido lento, pero precisamente por eso ha requerido un empuje, una tensión continua que mantenía el espíritu de justicia que animaba tales movimientos.
Bien es verdad que el colectivo de los mayores útiles, aprovechables por la sociedad –que simultáneamente sería una fuerza colosal y decisoria si alcanzara un mínimo de unidad y coherencia– es, paradójicamente, un colectivo muy joven. A finales del siglo XIX y principios del XX la esperanza de vida se cifraba en 64-65 años; lógicamente los que superaban esa edad eran realmente pocos, y de esos pocos supervivientes apenas suponían un número apreciable los que pudieran considerarse aptos para desempeñar cometidos, cargos o funciones de utilidad y eficacia para la colectividad; más bien constituían una onerosa carga.
Es evidente que hoy las cosas son muy distintas: aquellos 65 años estadísticos o actuariales se han convertido en 81 años, dentro de la misma consideración, lo que quiere decir que, de hecho, constituyen un porcentaje considerable los que superan los 85 años en plenitud de sus facultades mentales, léase conocimientos, razón, sensatez, prudencia… sabiduría. Facultades que, apurando la semántica, facultan real y limpiamente para el ejercicio de funciones que hoy día podría aventurarse que vienen desempeñando personas posiblemente, probablemente, menos capacitadas.
Esas son realidades reconocidas en los medios a que más afectan. Se obvian, se asumen o se fomentan: no es este momento de denuncias probadamente inútiles, pero tal vez no sea del todo vano sumar nuestra voz a las que se esfuerzan, con poco éxito hasta ahora, en hacer llegar a la sociedad en general, a la gente, a las empresas, a las entidades que se relacionan con este colectivo, la demanda de que se aprecie y se aplique en la práctica, la diferencia de trato que requiere y merece la evolución producida.
Ancianos realmente desvalidos, acabados, como los de nuestra anterior referencia, son hoy una minoría escasamente significativa, probablemente inferior a la de los actuales “ancianos” de 55 años que constituyen el grupo de los prejubilados. La gran masa de población “mayor” la integran personas que acuden a las consultas médicas con la misma frecuencia que cualquier otra persona madura de menor edad. Prácticamente a unos y otros se les diferencia por una sola palabra: jubilado. Nuestro hombre, o mujer, mayor no está ante la sociedad en una determinada situación laboral, no está jubilado de una determinada empresa: es jubilado, y esa palabra rotunda, totalizadores, lo define ante cualquier coyuntura o situación con similares connotaciones que las que se aplicarían a los ancianos decrépitos de antaño. Alguien es un jubilado. Basta.
¿Se votaría a un jubilado como director o presidente de algo? ¿Se le elegiría como representante del puelo en algún organismo? ¿Se cotizarían en justicia sus capacidades de asesoramiento en materias que lógicamente domina más y mejor que muchos 'activos”? ¿Se extendería la categoría y derechos de EMÉRITO a cualquier profesión? ¿Se comprendería, por fin, que un experto veterano conocedor de su empresa sería un apropiado y competente miembro de cualquier Consejo de Administración?
¡Qué tremendo error se comete al menospreciar la capacidad, los valores y las posibilidades de aprovechamiento de un porcentaje elevadísimo (y en crecimiento) de jubilados aptos, capaces, hábiles y eficaces!
En todas las ediciones de esta revista “EUROENCUENTROS' venimos abogando por la consideración, el respeto y las grandes oportunidades que de hecho se hurtan a la que hemos denominado CLASE JUBILAR. Estamos en una etapa comparable a la de las mujeres “sufragistas” del siglo XIX. ¿No sería oportuno propugnar la elaboración de un código, una DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS CIVILES DE LOS MAYORES? Un simple borrador ocuparía demasiado espacio en estas páginas.