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Y hay que comprender que tenían buena parte de razón. Porque hasta entonces la juventud no pasaba de ser un período transitorio, una provisionalidad entre el colegio y el matrimonio, o entre el servicio militar y la profesión en grado de madurez habiendo superado duras pruebas y largas interinidades, ya que el jefe, el patrón, el gobernante, generalmente no se retiraba por edad, sino voluntariamente o por causa de fuerza mayor.
Y el péndulo sobrepasó la posición de equilibrio y no paró hasta el extremo opuesto: 'pidamos lo imposible', 'prohibido prohibir', 'la imaginación al poder', 'no confíes en nadie mayor de 30'.
Digan lo que digan, fue una revolución. Una revolución que, sin gran aparato bélico, triunfó. Y cuando las aguas empezaron a remansarse, las cosas ya habían experimentado un giro de 180º: las empresas, las instituciones sociales, y la política, habían sido conquistadas; los chavales que por la noche se movían con los nuevos ritmos, ocupaban por la mañana los despachos de los puestos directivos. Se pusieron de su parte las nuevas tecnologías: la informática arrumbó procedimientos tradicionales y devaluó sesudos conocimientos. De ahí a las prejubilaciones, un paso.
Está bien, está bien. Ya hemos dicho antes que en todo eso había una parte de razón. No somos los mayores unos retrógrados, no pretendemos parar el reloj ni recuperar privilegios o prebendas. Sólo que, razonablemente, sensatamente, pensamos que ha llegado la hora de situar el péndulo en su posición de equilibrio. Ni tanto ni tan poco.
Queremos decir que si no era justo que los carcamales del pasado se perpetuaran en sus poltronas desplazando a los jóvenes a los extrarradios del poder, tampoco es justo que en la actualidad se incurra en el menosprecio y el despilfarro de capacidades, conocimientos y valores inherentes a la condición de personas que han madurado en el ejercicio de una profesión y que, paradójicamente, han adquirido esos activos porque los ha pagado a precios muy altos la misma sociedad que ahora los rechaza. Además de injusto es ilógico.
Y no se trata sólo de situaciones laborales o empresariales: el juvenalismo intransigente veda la entrada de los mayores en las instituciones políticas y sociales en las que se deciden las cuestiones que afectan directamente a sus intereses, particulares y generales. No les dejan intervenir en opciones o normativas de cultura, de sanidad, de previsión. Hasta es posible que en algunas ocasiones su consejo fuese muy oportuno incluso en decisiones de política internacional.
Es cierto que se atiende presupuestariamente a lo más acuciante. Pero la solidaridad intergeneracional no es eso. Ni siquiera consistiría, como se ha dicho, en tender puentes entre generaciones diferentes que seguirían manteniendo siempre sus distancias. Nosotros diríamos que una imagen más apropiada seria la de derribar las paredes que nos separan y reconocer la realidad de un área vital común, indiferenciada. Y, por fin, comprender claramente que ha llegado la hora del equilibrio. Que hay que tomar de una vez la decisión de empezar a hacerlo todo, todos. Alguien ha escrito en algún sitio una frase que viene a decir más o menos esto:'Hay que volver a prestigiar la edad madura'. Ésa es la cuestión.