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Índice de Documentos > Boletín Euroencuentros > Número 7



Cada época, cada momento histórico se caracteriza por los desafíos que el progreso económico y científico plantea a las sociedades civiles. Lo más curioso del momento que hoy vivimos es que, nunca como hasta ahora, habíamos tenido una conciencia tan clara de que los diferentes problemas, y sus respectivas soluciones, están indisolublemente unidos entre sí. No son problemas separados o de índole diversa; son aspectos de un problema global cuya solución efectiva sólo puede ser abordada desde un enfoque también global.

 

Así, la necesidad de preservar los ecosistemas, de lograr formas de desarrollo económico sostenibles, están íntimamente ligados a una realidad básica: hoy es posible asegurar a las personas unas esperanzas de vida como hasta ahora no habían sido conocidas, al menos en las sociedades desarrolladas. Este fenómeno, unido a otros como el alarmante descenso de la tasa de natalidad, la progresiva concentración de la población en grandes áreas urbanas, la huida masiva de los habitantes de las zonas de miseria hacia las regiones ricas, la progresiva transformación de las sociedades que hemos conocido en otras definidas por la multirracialidad, la multiculturalidad, el mestizaje, se nos presenta con la forma de una cadena en la que cada acontecimiento, cada rasgo constituye un eslabón. La formulación de este esquema podría ser la siguiente:

 

1. Es preciso redefinir la relación entre los miembros de nuestra sociedad. La masiva presencia de personas cada vez más mayores, separadas de la producción activa, no puede por ello significar su marginación, su aislamiento a medida que el deterioro físico y mental se acentúe. La pérdida de contacto con el entorno familiar, cultural, afectivo, si se produce, no puede en modo alguno ser inducido por una sociedad cruel e insolidaria, sino una mera consecuencia de nuestra condición humana.

2. Si la sociedad no es capaz de crear nuevos modelos de solidaridad intergeneracional, entonces estará abocada a desarrollar “getos” por niveles sociales y económicos, por edad, por origen, por color y cultura.

3. En esa sociedad insolidaria, patológicamente competitiva, regida por la ley del más fuerte, también los mayores y  ancianos tendrán sus getos, asistenciales eso sí, que irán desde el puro almacenamiento de personas, a los más sofisticados complejos residenciales para quienes se lo puedan pagar.

4. El riesgo de generar semejante modelo de sociedad es que estará radicalmente incapacitada para abordar los problemas

globales que el desarrollo y la lucha por la supervivencia ya ha comenzado a plantear.

5. Existirá, entonces, la fortísima tentación de resolver por la fuerza los conflictos de espacio, de acceso a los bienes  materiales y culturales esenciales, de lograr el necesario respeto a las lenguas, hábitos culturales, creencias.

 

En conclusión, lograr una sociedad en la que realmente exista espacio y función para todas las edades es el primer eslabón de una cadena de objetivos de alcance global. Ahora bien, ¿cómo iniciar una transformación de las mentes que forzosamente habrá de abarcar a todos los escalones y generaciones de la sociedad? Tal vez uniendo de modo indisoluble la teoría y la práctica. Cuando hablo de teoría, me refiero a la “educación”. Ya va siendo hora de que la educación cívico– social de nuestros escolares y estudiantes contenga el conocimiento de la realidad social en la que vivimos; ya va siendo hora de que entre los valores socialmente inculcados figure también una necesaria actitud de solidaridad intergeneracional. Y cuando menciono la “educación”, no me refiero exclusivamente a los escolares y adolescentes; pienso en todas las generaciones, incluidos los mayores, mediante programas que, además de reafirmar el conocimiento de los propios derechos, hagan patente la necesidad de participar activamente en los trabajos comunitarios.

 

Cuando hablo de práctica, me refiero a la puesta en funcionamiento de programas, diseñados y asistidos por especialistas, destinados a lograr una efectiva convivencia y solidaridad intergeneracional diaria; programas, algunos de los cuales se experimentan hoy, en estado embrionario, con notable éxito. Estoy hablando de edificios pensados para la convivencia entre las generaciones, en lugar de los asilos y residencias para esas personas mayores que, pudiendo valerse por sí mismos, se ven abocados a ellos por su aislamiento. Edificios con una serie de espacios comunes, bien diseñados, que permitan el efectivo intercambio de servicios entre sus habitantes.

 

Me refiero igualmente a la convivencia seleccionada, planificada y asistida de personas mayores con jóvenes desplazados por razones de estudio o laborales. Convivencia planteada no a la buena de dios, no apoyada en voluntarismos de dudosa eficacia, sino mediante planes rigurosamente previstos. Pienso también en programas de inserción y apoyo cívico de las personas mayores con las más mayores, para evitar esos procesos depresivos que degeneran en enfermedades, y cuya raíz última no es sino la pérdida de las ganas de vivir. Hablo de la presencia diaria de nuestros mayores en pueblos y barrios ocupándose, siempre que su salud se lo permita, de regular el tráfico en las escuelas, de acompañar escolares a sus domicilios, vigilar el ocio de los niños en parques, recintos municipales o de asociaciones.

 

Hablo de explotar el caudal de conocimientos y experiencias de aquellas personas mayores jubiladas cuya inactividad productiva es sinónimo de parálisis social. Porque junto a la actividad productiva, junto a la generación de riqueza material,debería ya existir, insisto, de forma planificada y asistida, la  actividad social, la generación de riqueza y bienestar social.

 

Posiblemente habrá quien me diga que eso ya existe; que de eso ya se ocupan diversas asociaciones confesionales y laicas, incluso O.N.Gs. Habrá también quien me diga que lo que planteo es mera utopía, un puro sueño; que aquí cada uno va a lo suyo, y si uno no se espabila está perdido. A los primeros, les diría que no se trata de exportar el problema a instituciones u organismos especializados; se trata de asumirlo colectivamente como parte integrante de nuestra educación, nuestra participación en la vida social; desde la infancia hasta que nuestras fuerzas nos lo permitan. A los segundos, les recordaré que para llevar a la práctica algo, primero hay que soñarlo, hay que pensarlo e ilusionarse con el proyecto. Lo contrario no es sino caer en la más radical parálisis creativa, intelectual.

 

¡Naturalmente que esto es un proceso, probablemente lento! ¡Naturalmente que va a exigir esfuerzo, un cambio de nuestras mentalidades; de las de todos: mayores y jóvenes! Pero... nuestro dilema es claro: o logramos una sociedad en la que cada edad quepa con su espacio, su sentido, su función, o aquí sólo cabrán los más fuertes. Está por ver su edad.

 

Diego Carrasco Eguino

Profesor de la Universidad de Alicante