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Índice de Documentos > Boletín Euroencuentros > Número 15



El mundo se ha convertido, según la certera expresión de sociólogos, en una “aldea global”, de la que han desaparecido las distancias. Avanzando sobre esta idea, bien podríamos decir que el mundo es una comunidad planetaria de comunicación. Gracias a los medios modernos de transporte y a los más desarrollados medios de comunicación, estamos en permanente contacto con todo el planeta y estamos informados en detalle y puntualmente de lo que sucede hasta en los lugares más remotos de nuestro lugar de residencia.

 

            Desde el  propio domicilio o el lugar de trabajo y sin realizar el más mínimo desplazamiento, podemos seguir los acontecimientos más relevantes del planeta y conocer el estilo de vida, la cultura y demás manifestaciones humanas de nuestros congéneres.

 

            Pero surge la contradicción, cuando reparamos en que, viviendo comunicados con todos los seres humanos de nuestro tiempo, experimentamos la incomunicación en nuestro derredor y con las personas más próximas. Sabemos lo que sucede a miles de kilómetros de nuestra residencia y desconocemos lo que sucede a nuestros vecinos y vecinas, a quienes, a veces, no vemos durante largas temporadas, a quienes nos limitamos a saludar fugazmente en el portal o por la calle y por cuyos problemas apenas nos interesamos. Estamos enterados de lo que acontece en otros países y apenas estamos al tanto de lo que sucede en nuestro barrio, pueblo, ciudad o país.

 

            ¿A que puede deberse tal condición?. No precisamente al desdén hacia las personas más cercanas o al desinterés por sus problemas. El problema es de comunicación.

 

            La soledad y la incomunicación; el aislamiento y el anonimato son fenómenos más extendidos de lo que a primera vista pudiera parecer. Sucede sobre todo en las grandes urbes, que terminan por convertirse en grandes islas. Vivimos rodeados de gente por todas partes y terminamos aislados y solos. Y ello sucede por doquier. Resulta difícil encontrar espacios cálidos de comunicación en medio de ciudades que cuentan con todos los servicios al ciudadano.

 

            Los sociólogos hablan de la incomunicación en los diferentes ámbitos de la vida. Empieza por la familia, donde cónyuges, compañeros/as, hijos/as, abuelos/as, nietos/as, sufren de afasia, que es la enfermedad de la incomunicación por excelencia. Con lo agitado de la vida, los convivientes suelen estar mucho tiempo fuera del hogar y apenas coinciden en la casa. Cuando coinciden hay un elemento extraño que se interpone entre los miembros de la familia: la televisión, que termina por convertirse en un miembro más del clan familiar, pero no como elemento integrador, sino como elemento disgregador. El poco tiempo de estar juntos se invierte en las imágenes televisivas, que dificultan las relaciones interhumanas en la familia. Cada uno se guarda sus experiencias para sí y no las comparte; cada persona se encierra en sus problemas y no los comparte.

 

            En la vida privada, la incomunicación acecha a muchas personas, preferentemente personas mayores y mujeres que no trabajan fuera del hogar. Suelen pasar las horas muertas aisladas entre cuatro paredes y sin posibilidad de relacionarse. Es posible que terminen por hablar, pero ellas solas; es posible que se comuniquen, pero consigo mismas, que, por cierto, es una forma necesaria y profunda de comunicación, aunque deben compaginarse con otras.

 

            Cada vez es mayor el número de las personas que, por diversos motivos, viven solas, sin nadie que pueda responder a sus preguntas, que tome en serio sus problemas; sin nadie a quien preguntar o a quien dirigirse como un “tu” personal, que escuche y comprenda, que acoja y estimule, sin nadie con quien reír o llorar y, en definitiva, con quien vivir. Este es, quizá, el lado más oscuro, desesperanzador y negativo de la existencia humana.

 

Epicuro afirmaba que era vana la palabra del filósofo que no sirviera para curar o aliviar algún sufrimiento de los seres humanos. La máxima del filósofo griego puede aplicarse a la cultura de esta manera: vana es cualquier manifestación cultural que no contribuya a aliviar la soledad de los seres humanos y a fomentar la comunicación entre ellos.

 

            La cultura es un cauce privilegiado para combatir la soledad a través de la comunicación interpersonal. El primer nivel de la comunicación es el de la experiencia. La persona se comunica con otras personas revelando sus experiencias personales y escuchando las experiencias de las otras personas con quienes se comunica. De esta manera sale de sí, sin dejar de ser ella misma. Cuando la comunicación no se mueve en el terreno de la experiencia, el acto de la comunicación se parece a una caja vacía, a algo hueco.

 

La persona que está en comunicación con otra persona se da cuenta de si quien habla lo hace de sí misma y de sus experiencias vitales o lo hace desde fuera de sí y de experiencias que nada tienen que ver con su vida. Expresiones como “éste no se cree lo que está diciendo”, “éste a mi no me engaña”, “suena a disco rayado”, “siempre dice lo mismo”, etc. Denotan en el oyente la desconfianza hacia los mensajes impersonales e incluso fraudulentos de mucha gente. Cuando el acto de la comunicación no interviene la experiencia, estamos ante un acto de engaño o, por mejor decir, de auto-engaño.

           

Domingo Pérez Auyanet - España